Changuito, corazón curtido: ESCARCHA

El hombre corpulento levantó el brazo golpeando con el revés de la mano el rostro de la mujer, que grito desesperada y cayó al piso.
Ramirito alcanzó a cerrar los ojos y escapar por debajo de la mesa, corrió hacia la vereda a toda velocidad, ahuyentando las gallinas que picoteaban la tierra desnuda, prolija y estéril...
Afuera estaba uno de sus hermanos menores jugando con una honda, lo miró un instante. Nuevo grito de la madre y ruido de sillas caídas. Arrebató el objeto de las manitas morochas del niño y corrió en dirección al monte, llegando a la esquina todavía escuchaba el llanto histérico de la madre y la voz como estruendo del padrastro, no quiso voltear, miró al cielo buscando algún gorrión, nunca les pegaba, le dolía el pecho cada vez que caían bajo la piedra infame.
La imagen de la mamita llorando brotó en su mente y movió la cabecita espantándola; hoy no podría defenderla… tenía todavía la espalda dolorida por la última paliza del hombre. Ya crecería y la defendería de los papás que ella les llevaba a casa, hoy quería descansar un poco, le ardían los piecitos de tanto caminar durante la mañana pidiendo moneditas para el vino del padrastro y seguramente alg
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unas salchichas para él.
Se internó en el monte por un camino angosto, eran las ocho de la tarde y el cielo amenazaba con oscurecer, caminó un buen trecho y escuchó el aullido de un perro, siguiendo los lamentos los encontró. Eran dos chicos grandes. Tenían los ojos enrojecidos, una cajita de vino y una bolsa con pegamento que aspiraban de tanto en tanto. Se divertían pateando y apedreando al perro tirado cerca de ellos, mal herido y exhausto de tanto correr en el círculo que le permitía el cable que lo tenía amarrado.
Ya se iban, esperó paciente y cuando no los escuchó más se acercó al perrito, los ojos vidriosos y la nariz mocosa, se arrodilló a su lado y le tocó la cabeza con las manitas sucias. El perro blanco con manchas marrones abrió los ojos y lo miró, se quejaba, Ramirito no entendía el porque de tanto dolor. ¡En todos lados!
Hacia donde sus ojitos miraran, allí había alguien sufriendo, llorando, quejándose o con la mirada ausente y la angustia impresa en el iris. Se derrumbó. Rompió en llanto. A los gritos, con fuerza. Igual daba, el que quiera oírlo y burlarse... que lo oiga y se burle.
El llanto no le permitió escuchar los pasos que se le acercaban, Ramirito tenía agarrada la cabecita peluda del animal con las dos manos y le besaba el hocico.
-¿Es tuyo mijito?- le preguntó.
El niño volteo espantado y se encontró con una vieja vestida de negro. Era vieja, muy vieja, el pelo blanco, las manos “tembleques” y con un palo de escoba como bastón.
-No, no es mío- le aclaró un poco asustado –pero unos chicos lo han pegao y esta mal muerto – le explico entre sollozos.
La mujer lo miró triste y le pasó la mano arrugada por el rostro lloroso, cerró los ojos y sintió el dolor del pequeño.
-Tienes el almita güena– le dijo –volvé al rancho, que yo me llevo al perrito y le curo la pena.
Ramirito la miró con respeto, la mano de la vieja le había dado algo que no lograba identificar, lo visualizó como el matecocido caliente o la camiseta zurcida por la mami... lo que en realidad sentía era paz.
-¿Lo va a sanar?
-Ya no va a sufrir mijito, volvete al rancho que te va a encontrar la luz mala en medio de la noche, volvete que tu mamita te busca triste.
Ramiro dudó, pero algo muy dentro de él le convenció de que debía obedecer, sonrió y se fue corriendo. La vieja se quedó mirándolo mientras apoyaba la mano en el perrito adormilado. Una especie de aura salió del animalito y subió por el brazo de la mujer llegándole a los ojos que se le iluminaron con grandes destellos cobrizos.
-Mis hijitos vienen conmigo – susurro la pachamama.
Cuando Ramirito entró al rancho, cuatro de sus hermanos dormían amontonados en una camita; dos estaban tomando matecocido y el bebé se había dormido en el regazo de la mujer que lo miró enojada. Se paró de golpe y Ramiro en un acto reflejo se cubrió el rostro, la mujer se sentó llorosa y tomándolo de un brazo lo acercó a su pecho.
-Changuito mío, mi he cansao de buscarte ¡mijo!
-Mamita – le sonrió él y se desarmó de alegría en ese abrazo. Los brazos de su madre tenían esa magia, le hacían olvidar el hambre, el cansancio, las tristezas... él crecería y no dejaría que le peguen a la mami, él sería grande y no permitiría que los animalitos sufrieran, él algún día trabajaría y sus hermanitos tendrían cena. Todo lo planeaba mentalmente envalentonado en aquel regazo.
Esa noche no le importó dormir con hambre.
Esa noche la vieja del monte convertida en espíritu había decidido que Ramirito ya no sufriría, un alma pura como la de él merecía ser una luz guía.
-Changuito de mi alma, de corazón curtido – balbuceó una voz en el monte- la pelea se gana cuando la felicidad te embarga.
Y el niño soñó con una luz al final del camino y hacia ella se dirigió contento, con la sensación de la pancita llena, sin cansancios ni penas, la carita radiante.