RACHITA

"RACHITA"

(Por Malena Gómez/Licencia de CREATIVE COMMONS)

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Hace cinco años que cometí el asesinato. Si un tribunal me hubiese juzgado, habría demostrado que actúe con premeditación y alevosía: ¡Es cierto!

La verdad no puede ocultarse durante demasiado tiempo. Todos tenemos dos caras. Yo lo demostré el día de autos. Llevaba tiempo barajando la posibilidad de llevarlo a cabo.

No podía soportar durante más tiempo que aquel insecto siguiera pululando por la casa, como si fuera suya.

Se había construido un pequeño edén que se extendía desde la pila de los platos hasta el cubo de la basura.

La situación era insostenible y justo a la hora que aprovechaba para comer y en su devenir diario de la pila de los platos al cubo de la basura encontró su muerte.

¡Fue un pisotón programado!

En el zapato quedaron pegados los rastros sanguinolentos y viscosos de aquel insecto.

¡Intenté zafarme de ellos con un trozo de papel, pero no encontré ninguno!

El zapato, la prueba irrefutable de que allí se había cometido un crimen tenía que desaparecer.

¡Debía ser mi mayor preocupación!

Primero pensé en tirarlo a la basura, pero ante la posibilidad de que algún vecino preocupado por el buen reparto de los restos orgánicos e inorgánicos indagara y finalmente diera con la clave que le condujera a afirmar que en el cuarto piso, escalera segunda del inmueble, número 30 de la calle “Sin nombre” se había cometido un crimen, decidí quemarlo.
¡Aquella no fue tarea fácil. No había ni una sola cerilla en toda la casa!

Tampoco tenía ningún mechero, porque dos semanas atrás había decidido dejar de fumar, y me había deshecho de todos los objetos que me pudieran hacer caer de nuevo en la tentación. Además el olor a humo y las llamas podrían alertar a los vecinos. El problema adoptaba cada vez dimensiones más gigantescas.
Finalmente pensé en introducir el zapato en una bolsa y arrojarlo en una de las papeleras cercanas a mi domicilio.

Esta opción me pareció la más segura, y ni corto, ni perezoso me lanzé a la calle, en busca de la papelera más cercana, pero algo me detuvo. Uno de los policías que normalmente realizaban la ronda en el distrito se dirigía hacia mí.
- ¡Un buen día! ¿verdad?
- Sí, sí, señor agente...
- En días así, a uno le apetece más trabajar.
- Sí, tiene usted toda la razón...
- ¿No tendrá usted un cigarrillo?
- Pues, no, no. Ya no fumo...
- Hace usted bien. Según las estadísticas morimos antes por el tabaco que por cualquier otra enfermedad; pero, ya ve usted... en días como hoy, me apetece fumar.
- Bueno, hay un estanco a la vuelta de la esquina.
- Sí, lo sé, pero hoy está cerrado por defunción.
- ¡Vaya! Pues no sé...
- No se preocupe... Seguro que tengo mejor suerte la próxima vez. ¡Adiós! Buenos días.
- ¡Adiós!, señor agente.
Bueno, parecía que finalmente podría llevar a cabo la tarea que me había encomendado. La papelera estaba allí. Me desplazé unos metros y después de corroborar que nadie me observaba, arrojé el maldito zapato en su interior.

¡El alivio que sentí en esos momentos sólo es comparable al que siente alguien que recupera su billetera con el sueldo del día de cobro, después de creer que se la han robado en el metro en hora punta y darse cuenta de que se la ha dejado en el despacho!
Demasiadas emociones en poco tiempo estaban provocando una descarga de adrenalina, de tal fuelle, que de seguir así, mi corazón estallaría en mil pedazos.
Decidí serenarme y pensar con tranquilidad. El primer paso, el más importante ya estaba hecho. El resto, es decir, ocultar mi secreto hasta el día de mi muerte y guardar silencio era lo siguiente. Además sin pruebas, no hay delito..., y yo no tenía ya ninguna prueba de mi horrendo crimen, ni testigos del suceso. Ni testigos del suceso..., porque ¿nadie me había visto? ¿o sí?
Debía volver al lugar del crimen y certificar que no había ningún testigo. Cuando llegué, mis pasos se encaminaron hacia la cocina.
¿Homicidio, asesinato, crimen? ¡Cuántas palabras para describir un mismo hecho y qué pocas para describir cómo me sentía!
Pero, debía ser fuerte y dejarme de cavilaciones porque mi misión principal era descartar la existencia de testigos. Lo primero fue asegurarme de que nadie me había visto por la ventana. Era una casa con pocos vecinos pero a todos les gustaba estar bien informados de lo que hacía el de enfrente.
¡Entonces la ví. Medio escondida y sin atreverse a salir!

Me acerqué y en ese momento lo comprendí todo. El insecto al que yo había finiquitado tenía descendencia.

¡Dios mío! No sólo había matado a su madre, sino que además había dejado en el más completo desamparo a su hijita pequeña.

¿Cuántas oportunidades habría de que aquella cucarachita creciera sin traumas? ¡Creo poder acertar si digo que muy pocas, por no decir ninguna!
Por eso decidí en aquel preciso instante hacerme cargo de su crianza y de su educación.
En primer lugar pensé en darle de comer porque era la mejor forma de ganarme su confianza, pero ¿qué le podía dar?. La noche anterior había sacado la basura, así que no había restos de comida que pudieran satisfacer su apetito. Decidí bajar e indagar si había algo apetecible entre la basura que los vecinos habían arrojado al cubo de la comunidad.
Después de ataviarme con guantes y mascarilla para la ocasión, descubrí los restos de algo que parecía lasaña.
- ¡Mira, chiquitina! Comida de “gourmet” para chuparse los dedos, o mejor dicho, las “patitas”. ¡Toma!, ¡acércate!
Pero aquella criatura, acostumbrada a la compañía de su mamá no se acababa de fíar de mis intenciones.
Después de un buen rato, sin resultados, pensé que lo mejor sería dejarla tranquila para que ella fuera cogiendo confianza y se fíase de mí.
Al día siguiente, no hubo cambios; tampoco, al otro, y conforme iban pasando los días, la lasaña adoptaba un color verdusco y un olor bastante desagradable pero fue precisamente ese olor lo que la hizo decidirse y probar bocado.
Verla allí, solita, comiendo me despertó el instino paternal. Cada minuto que pasaba me convencía más de lo que debía hacer... ¡Debía adoptarla!
Sabía que mi vida iba a dar un giro de 360 grados, pero era lo mínimo que podía hacer.
Desde ese momento hice un juramento: Que pasara lo que pasara, “Rachita” (había elegido el nombre en un momento paternal) nunca pasaría hambre, aunque tuviera que rebuscar en los cubos de toda la ciudad.
Al día siguiente, observé que Rachita iba cogiendo más confianza y más seguridad. La veía transitar cómodamente de la pila de los platos al cubo de basura, al igual que lo hacía su madre.
Procuraba mantener siempre la basura intacta durante unos días para que los restos de comida adquirieran el olor y el sabor adecuados al gusto de Rachita.
En algún momento el olor y el hedor se hacían insoportables pero me sacrificaba con gusto por el bien de aquella criatura.
Entre ella y yo se estaba creando un vínculo difícil de malograr y aunque no podía olvidar las circunstancias en las que nos habíamos conocido, estaba aceptando mi responsabilidad.
Los problemas surgirían días más tarde cuando un cartel en el tablón de la comunidad anunciaba que en los próximos días se procedería a realizar la desinfección y desinsectación del inmueble, viviendas incluidas. Como yo vivía en un piso de alquiler no me podía negar a que entraran en la vivienda a realizar su cometido si la propietaria daba su autorización.
¡Debía pensar en algo y rápido, o de lo contrario la vida de Rachita sería más breve que la de un cristiano en un circo romano!
Como debido a mi trabajo viajaba con asiduidad, decidí decirle a mi casera que en uno de mis últimos viajes a Oriente, había contraído una enfermedad infecciosa a nivel pulmonar con pronóstico grave. Por prescripción médica debía guardar reposo y lógicamente lo que menos me convenía era inhalar cualquiera de los productos utilizados en la desinfección.
¡Seguro que colaría, o al menos, eso esperaba!
Dicho y hecho, al día siguiente telefoneé a mi casera...
- Sí, ¿dígame?
- Dª Asunción, soy Andrés García, el inquilino de la calle “Sin nombre”.
- Sí, ¿qué desea?
- Pues, verá... he leído el cartel de la desinfección y siento comunicarle que en uno de mis últimos viajes contraí una rara enfermedad que me obliga a estar en cama y guardar absoluto reposo. Lo menos aconsejable para mí en estos momentos es inhalar ciertos vapores procedentes de las sustancias empleadas en la desinfección.
- Entiendo... ¡Bueno, no se preocupe! Hablaré con la empresa y postergaremos la desinfección de la vivienda para más adelante.
- Se lo agradezco, Dª Asunción.
Después de hablar con Dª Asunción me quedé mucho más tranquilo. Miré a Rachita con la seguridad de quien ha conseguido ponerla a salvo. Aquella criatura no sólo había despertado en mí mi instinto paternal, sino que además había desarrollado en mí facetas hasta entonces totalmente desconocidas...

Malena

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¡De nuevo elijo uno de los relatos q más nos gustan a Gema

y a mí.., pq si algo tiene es "originalidad", humor.., y "surrealismo" en grado puro..

Malena ¡Gracias preciosa! ¡Si es q tienes un "arte", q no se puede aguantar!!

¡Espero q os guste!

¡Un fuerte abrazo!!

Carlos

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IMAGEN:

http://www.vivirdiario.com/cuentos-infantiles/la-cucaracha-comelona/

LEER TAMBIÉN:

¡Salven las cucarachas!!

http://participacion.elpais.com.uy/cometamosnuevoserrores/2009/04/06/ley-proteccion-mascotas/

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Y este texto de Monterroso:

¡Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.!
(Del gran tejedor de mínimos cuentos AUGUSTO MONTERROSO)

Link: http://nuelconmieces.blogspot.com/2009/04/llego-el-buen-tiempo.html

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